Juegos de Guerra: donde todo empezó
Corría el año 1984. Tenía apenas 12 años y era un chaval bastante normal, aunque con una gran curiosidad por todo lo nuevo que me rodeaba. En una época en la que costaba encontrar respuestas, todo me parecía un misterio por descubrir, y eso me atrapaba constantemente. Si algo recuerdo con claridad de aquellos años es que podía experimentar esa sensación por todas partes: en los kioscos, frente a los escaparates de las tiendas que vendían dispositivos electrónicos, y por supuesto, en el cine.
En aquella época, los cines estaban en pleno auge. En el centro de mi ciudad había al menos un par de salas grandes y recuerdo que en mi colegio, se organizaban verdaderos maratones los fines de semana: sesiones interminables con Bruce Lee, Bud Spencer y Terence Hill repartiendo a diestro y siniestro, las aventuras de Los Tres Mosqueteros, la espada de El Príncipe Valiente, o los cantos de Sonrisas y Lágrimas. Incluso pasaban clásicos como Ben-Hur, Los Diez Mandamientos o La vuelta al mundo en 80 días. Aquello era una fiesta.
Por aquel entonces ya me había aficionado a comprar revistas como MicroHobby o BYTE, que hojeaba con mucho interés. No entendía casi nada, aunque cada número me abría un nuevo mundo de posibilidades. Recuerdo también cómo, al salir del colegio, pasaba por delante de los escaparates donde asomaban computadoras como el Laser 200, el ZX Spectrum o el Commodore 64. Los miraba como quien observa tesoros futuristas, inalcanzables pero hipnóticos.
Cómo se puede intuir, toda la paga que mi padre me daba por ayudarle en su pequeño negocio —recogiendo vasos y limpiando mesas— se me iba casi entera en entradas de cine, revistas de informática y algún que otro disco de vinilo.
Fue precisamente en una de esas tantas tardes de cine cuando vi por primera vez el tráiler de una película que me voló la cabeza: Juegos de Guerra. No sabía exactamente qué era lo que me había tocado tan hondo —quizá el chico hacker protagonista, la constante presencia de la tecnología en todas las escenas, algo inusual en la época, o esa sensación de estar al borde del caos global—. Aún así supe al instante que tenía que verla en cuanto estuviera en cartelera.
Y llegó el día. Poco tiempo después pude verla en la gran pantalla, y algo cambió en mí. Mi relación con la tecnología dejó de ser solo curiosidad, para convertirse en un camino, una pasión que los que me conocen saben que me acompaña hasta el día de hoy.
Tal fue el impacto de la película que empecé una campaña intensa de acoso y derribo con mi padre para convencerlo de que en casa necesitábamos un ordenador. Por suerte, él también tenía ese gen curioso —de hecho, aprendí muchísimo observándolo trabajar y resolver cosas a su manera— así que no fue difícil llevarlo a mi terreno. Mi gran argumento fue que un ordenador podría servirle de ayuda para muchas de las tareas que por entonces hacía a mano en su pequeño negocio y también en sus aficiones. Y la verdad… entró al trapo con facilidad. Ambos nos contagiamos de la misma curiosidad. Qué podríamos hacer con aquel chisme!
Tan solo dos años después llegó el primer computador a casa un flamante Laser 200, que se convirtió en mi primer homelab. Allí empecé a dar mis primeros pasos en el mundo de la programación con BASIC, sin manuales, sin libros, sin IA, aprendiendo de verdad al más puro estilo learning by doing, descubriendo con cada línea de código que había algo mágico en poder decirle a una máquina qué hacer… y que lo hiciera.
Recuerdo con especial cariño mi primera app, si es que se le puede llamar así: un simulador de erupciones volcánicas, hecho íntegramente en BASIC, usando sprites, texto animado y audio generado con los pocos recursos del sistema. Lo presenté en clase de ciencias, con orgullo y algo de nervios… y os podéis imaginar la cara del profe y de los compañeros. Algunos se reían, otros flipaban, pero yo, por dentro, sabía que había encontrado algo que ya no iba a soltar nunca.
Lo curioso de todo esto es que, a pesar de esa conexión tan temprana, no me dediqué profesionalmente al mundo de la tecnología hasta hace apenas unos diez años. Durante mucho tiempo, anduve por otros caminos vinculados a otras ingeierías e incluso la consultoría, aunque siempre encontraba alguna excusa para desarrollar algo, alguna herramienta para mi trabajo, una automatización, un invento que me facilitara la vida. Hasta que un día, aprovechando ciertos cambios que se produjeron en mi vida, simplemente, dije basta. Decidí que ya era hora de dejar de ponerlo todo en segundo plano y hacer de aquello que siempre había sido parte de mí —desde aquel simulador de volcanes en BASIC— mi forma de vida.
Estrenada en 1983, Juegos de Guerra cuenta la historia de David Lightman, un adolescente curioso y aficionado a los ordenadores que, sin saberlo, se cuela en una supercomputadora militar del gobierno de EE.UU. creyendo que está accediendo a un catálogo de videojuegos. Al iniciar una simulación de guerra nuclear, David pone en marcha una cadena de eventos que podrían desencadenar la Tercera Guerra Mundial. Solo él, con la ayuda de una amiga y del propio creador del sistema, podrá intentar detener lo que parece inevitable.
Cuando se estrenó Juegos de Guerra en 1983, muchas de las ideas que presentaba parecían ciencia ficción. El concepto de una inteligencia artificial capaz de aprender por sí sola, el acceso remoto a redes militares o la posibilidad de desencadenar una guerra global desde el dormitorio de un adolescente eran casi inimaginables para la mayoría. El hacking no era aún un concepto conocido por el gran público, y mucho menos algo presente en la cultura popular. La película fue pionera al introducir temas como la ciberseguridad, las redes de ordenadores, el uso del módem para conectarse a sistemas remotos, y la figura del hacker como una persona curiosa y autodidacta, y no precisamente maliciosa.
Mientras tanto, en el mundo real, la tecnología doméstica apenas empezaba a despegar. Los ordenadores personales como el Apple II, el Commodore 64 o el ZX Spectrum acababan de aterrizar en los hogares, y los más entusiastas conectaban sus equipos a la red a través de módems de 300 baudios, que usaban la línea telefónica y emitían aquellos pitidos inconfundibles. Internet, como tal, aún no existía: solo había redes cerradas como ARPANET, limitadas a entornos militares y académicos. Los lenguajes de programación que dominaban la escena eran BASIC, Pascal y ensamblador, y aprender a programar era un acto de paciencia, intuición y mucha experimentación.
A quienes están empezando hoy en el mundo tech, les diría que la curiosidad sigue siendo el motor más potente. Da igual si estás aprendiendo Pythonj o JavaScript en un portátil de última generación o si empezaste con BASIC en una tele en blanco y negro: lo importante es querer entender cómo funcionan las cosas y tener la valentía de trastear, romper y volver a empezar. No todo está en los tutoriales, ni en los atajos como por ejemplo ahora la IA, a veces hay que perderse un poco para realmente aprender.
Juegos de Guerra, pese al paso del tiempo, sigue dejando una lección muy vigente: la tecnología no es buena ni mala por sí misma, todo depende de cómo la usemos. Y que el conocimiento sin responsabilidad puede ser tan peligroso como poderoso. También nos recuerda que los grandes cambios —personales o globales— a veces empiezan en la habitación de un chaval curioso que solo quería jugar un rato.
Quizás en el actual contexto geopolítico, estaría bien revisar ciertos principios y tener en cuenta que hay ciertos juegos en los que la mejor jugada es no jugar.
¿Volvería a verla hoy? Sin duda, de hecho suelo hacerlo de vez en cuando. Y aunque ya no me sorprende su parte técnica, algo normal ya que han pasado más de 40 años, me emociona el espíritu que transmite. La sensación de estar ante algo nuevo, desconocido, que podía cambiarlo todo. Hoy la veo con otros ojos, claro, pero ese niño de 12 años que salió del cine con la cabeza a mil por hora... sigue aquí, con ganas de seguir aprendiendo.
Falken Maze es un espacio que surge desde la intención de aprender, compartir y reflexionar. Un rincón donde la tecnología se cruza con la curiosidad, y donde Juegos de Guerra —esa película que marcó a tantos, entre ellos a mí— sirve como homenaje y punto de partida. En este sentido, compartiré contigo aprendizajes, curiosidades, dudas y reflexiones sobre el mundo tech actual y su impacto en lo humano. Ojalá disfrutes leyéndolo tanto como yo al escribirlo.
Un juego muy extraño. La única forma de ganar es no jugar. ¿Qué tal una partida de ajedrez? Joshua (WOPR)